lunes, 24 de noviembre de 2008

Los perros de la Costa




El perro de Gregorio
es perro líder,
de impulso gregario.
Da unas vueltas y convoca: son banda,
jauría,
son guerrilla urbana
donde la urbe se desenrolla
sobre un poco de bosque cada vez
que el sol empieza a picar
en el pelaje gregorio
del perro de gregario.

Y en la hora del escondite
son muchos perros,
todos los perros que odian mi siesta.
Gritan y se persiguen
entre ellos, porque gritan
para mí.
Me retienen, me requieren
de este lado para gritarme
(¡entre todos!)
un mensaje que no puedo entender.
Que me quede, ladran.

Son los perros abandonados
van y vienen
en cada recambio turístico.
Son el capricho de un hijo consentido.
Son los dioses
vienen y van
de un templo sin sentido.
Dan vueltas.

El perro rengo
tiene el carisma donde otros
tienen la pata.
Así esta esto, el universo: girando en falso como una pelota de básquet sobre el dedo que le falta a Django Reinhardt y le sobra a Stephen Hawkins.

El perro rengo sigue a la jauría
cada vez más
lejos.
Espera a los rezagados
perros anormales, alguno muy
chiquito, otro demasiado
dubitativo.
Unos simplemente muy
feos.
Inmirados.
Todos ellos perros NYC,
nacidos y criados
en la Costa.

El perro rengo los alcanza
a cada uno en su soledad
tullida
y con la pata que le falta
los une y los vuelve
ellos.

¡Nosotros!
ladran.

Bajan la velocidad
y esperan, resignan
una vuelta
para encontrarse con los otros,
que van rápido porque siguen
al perro líder,
lo tienen que alcanzar.
Ahí se cruzan.
Ahí se arma.
Los grupos se trenzan,
y la cosa se pone política.

Clásico.
Son los perros imposibles,
inqueridos.
Los perros sucios del olvido.

Una noche
cuando las luces
que todo lo urbanizan
se apagan
y el territorio se pone áspero
de oscuridad agreste;
el perro de Gregorio suelta
un primer ladrido, porque es líder.
Los hombres que duermen
acosados por la noche, escuchan
y no interpretan, o interpretan mal:
una queja, una riña,
un mal garche.
Pero perro anónimo escucha
una señal que responde
y anónimo es otro perro que se repite.
Pronto se escuchan ladridos,
secuencias de una música inaccesible
que dibuja un mapa
de la ciudad costera con
costuras invisibles
que zurcen la noche.
Acá estoy, estoy Allá.
Y no soy nadie, soy perro anónimo
porque todos nosotros soy.
Ladran y zurcen cuando saben que son
uno, y no están solos.
Porque cuando ladran son unos
el eco de los otros.

Por la mañana se juntan
y se reconocen
perros.
Salen a dar vueltas,
a ensuciar la ciudad costera
con la mugre que coleccionan
por la noche de cada uno,
mezclando arena, barro,
huesitos amables en bolsas
de plástico,
viento, agua salada, susurros,
olores púberes y semen de viejo.
Todo lo que el hombre en la Costa
separa por su vida
ellos perros lo mezclan y lo esparcen
cuando corren y se refriegan
siempre dando vueltas.

Las bandas.
Perros veloces, fuertes y bravos,
despojados militantes
musculosos.
Son bravos porque los mueve el olvido
quieto.
Y son musculosos porque el olvido
es bravo, veloz, fuerte.
Son muchos los dejados
en banda,
pero la banda se pone jauría,
guerrilla urbana
de una urbe improvisada.

Ellos son así, como si fueran algo
hasta que llega el perro rengo
con los suyos, que no son de nadie.
No tienen rencor ni
olvido musculoso.
Son perros solos, cada uno.
El perro de Gregorio, es líder,
los hostiga y los ahuyenta
en vano,
porque los del perro rengo
no tienen nada.
Ni de dónde irse.

Digresión.
Algo que no suele decirse es que los perros mueren todas las noches.
Todas las noches mueren perros, eso es estadístico, pero además los perros, cada uno de los perros muere todas las noches. Tal vez se deba a un impulso colectivo que los lleva a morir junto a sus pares, la rabia que les da la Estadística: todas las noches – si uno muere de mi especie – muero con él; o esa parte de mi especie – que soy yo – ha muerto – en mí.
Tal vez no.
Lo cierto es que los perros, cada perro: llega la noche y mueren. A la mañana nace otro. Ese perro es totalmente otro, aunque quizás sea levemente distinto al que murió ayer. Pero “totalmente” y “levemente” no se contradicen. No tienen nada que decirse. “Otro” y “distinto”, tampoco.
Pero mueren los perros, cada vez.
Cuando llega la noche, los perros despiertos creen que sus amos mueren. A veces lloran.
Cuando llega la noche, los perros de la Costa piensan que los amos (de otros perros) mueren. Y ellos se preparan. Porque saben que mañana nacerán amos nuevos.

Epílogo
Alguien despierta una tarde, un jueves de octubre,
en un departamento interno del barrio de once,
acosado por la pregunta:
¿qué estarán haciendo ahora
los perros de la costa?